En el Starbucks de Madrid

Hace unas semanas…

               Había salido de la casa de Marta, y decidí hacer un tour sin guía por Madrid. Era mi primera vez en aquella ciudad (nunca había sido muy de mi gusto ver la capital) y que mejor que dejarse llevar por sus calles congestionadas de coches, gente, gritos, ruidos…  El ambiente estaba demasiado saturado, demasiado contaminado para mí que gustaba de atmosferas más tranquilas; más bohemias. Giré por una calle mirando el cartel anunciando el nombre de la siguiente calle, Ortega y Gasset. Caminé un par de metros, contemplando los escaparates de los locales por los que iba pasando. Claramente mi actitud era la de un perro perdido en medio de la ciudad, pero aun así, lograba mantener las apariencias. De pronto un escaparate me llamó la atención. Allí ante mis ojos apareció una de aquellas sucursales tan famosas, que decían vender un café de calidad (cosa que había oído repetidas veces no ser así), aunque realmente por lo que conocía a aquella franquicia era por las redes sociales, sobre todo por Instagram. Sus vasos para llevar el café eran los más famosos del planeta. Como nunca había probado aquel café, siendo un amante de este mangar y en mi ansia por poder afirmar si realmente era malo, entré en la tienda como un soldado recién desembarcado en las costas de Normandía en plena Segunda Guerra Mundial.

               Así como me acerqué al mostrador, una dulce sonrisa me pregunto con un hermoso acento argentino que deseaba tomar. Parecía que habían puesto a aquella dependienta allí a posta, sabiendo de mi debilidad por los acentos latinos.

-Buenas, quería…-repasé con los ojos, acompañados por mi dedo índice, el cartel que colgaba tras la camarera, indicando los distintos nombres que recibían aquí los diferentes tipos  de cafés.-un latte y muffin, por favor.

-En seguida.-Declaró la chica que estaba tras la barra. Debía tener mi edad, o poco más. Sin duda no parecía pasar de los veinticinco. Sería una estudiante universitaria trabajando, pensé. Mientras preparaba el café que le había pedido, nuestras miradas se cruzaron de una manera bastante intima, lo cual me hizo sonrojarme y apartar la mirada cara otro ángulo del local.-Le queda muy bien esa americana. Va muy arreglado, ¿es abogado?

Aquella pregunta me hizo sonreír ligeramente antes de responderle.

-Mm…gracias jaja, pero no, no soy abogado. Soy demasiado joven, creo.

-Ya decía yo, no me tenía pinta de abogado.

-Jaja, por favor, trátame de tú.

-Y, ¿cómo se llama “tú”?-Preguntó con una sonrisa coqueta mientras cogía un rotulador negro y le quitaba la taba mordiéndolo entre sus colmillos. Que realmente eran sensuales.

-Kevin…Kevin Dániel. ¿Y tú?-Pregunté mientras ella tomaba nota de mi nombre en la taza y la metía en una bolsa de papel blanca, con el estampado de la franquicia. Mi pregunta no tuvo respuesta, pues en el momento en que sus dos labios, que parecían dos fresas sabrosas, iban a dejar libre aquellas palabras vestidas con el acento que tanto me apasionaba, su compañero llegó y la relevó del servicio  diciéndole “Ya puedes”.

            Tras ser atracado por aquel camarero; siete euros por un puto café y una magdalena, por mucho que le llamen latte y muffin es un atraco, salí de la tienda, con mi bolsita en la mano, prueba de aquel delito económico y con mi dignidad por los suelos.

            Di unos pocos pasos y me senté en el primer banco que encontré. Dudaba que a pesar del precio aquel café no se enfriara como los demás. Tras azucararlo a mi gusto (4 sobres) y removerlo, le di el primer sorbo. Mis papilas gustativas comenzaron a trabajar mientras mi cerebro analizaba sus datos para dar un veredicto. “No es para tanto” declaré al aire. Probé un pedazo de aquella magdalena travestida en muffin y el resultado fue el mismo, pero esta vez me lo callé. Por siete euros aquel café y aquella magdalena no superaban por mucho los cafés de máquina de sala de espera o las magdalenas de los súper que venden en bandejas de cuatro a precios de risa. Mi decepción fue abisal. Me sentía timado y enfadado. Pero entonces me quedé impresionado. Al reparar en mi taza, pude ver que la camarera no había escrito mi nombre, no, había escrito el suyo y su número; “Cristina 622 33…” Tal vez, si había valido la pena aquel café y aquel muffin. En ese momento, mi cerebro cambió su veredicto. Una sombra se proyectó desde mi espalda sobre mí, y se quedó inmóvil, así que me giré en el momento justo en que las palabras llegaban viajando por el aire hasta mi oído para acariciarlo dulcemente y el sol me cegaba.

-¿Qué, me vas a llamar, Kevin Dániel?