Habitación (307) [Relato]

Este, es el final de una novela, aun por comenzar...

 

-Buenas noches, tenía…

-¡Oh! Es usted-Exclamó el recepcionista despistado en sus asuntos, reconociéndolo y mirándolo fijamente tras el mostrador circular.-Tome, aquí tiene la tarjeta y el mando.-Le indicó entregárselos, tras darse la vuelta y recogerlos de sus respectivos cajones.

-Muchas gracias.-Respondió con voz melancólica.

-Que tenga buena noche, señor.-Se despidió el recepcionista sentándose nuevamente en su silla con ruedas, tras el mostrados sin apartar la vista de aquel hombre.

            Él, se encaminó al ascensor, el cual se abrió inmediatamente ante él, tras pulsar el botón de llamada. Entró en el y pulsó el numero “3”. En cuanto se cerraron las puertas del elevador, se miró al espejo. Ya hacía un año desde la última vez, pensó melancólicamente en el momento en el que las puertas del ascensor se abrieron de par en par. Aquella era la planta, se dijo saliendo al pasillo. Se encaminó por el pasillo a la izquierda y luego a la derecha, hasta toparse con una puerta de madera entre dorada y caoba. En el centro, a la altura de sus ojos, en oro brillaban aquellos tres números “3”, “0”, “7”: “307”; esa era su habitación.

            Introdujo taciturnamente la tarjeta en la cerradura electrónica, acto seguido abrió la puerta lentamente, bajando el frío y familiar picaporte dorado. Tras entrar en la habitación, cerró la puerta tras de si y encendió la luz, apretando el interruptor situado en la pared, a su derecha, en medio de aquella oscuridad nocturna. Cruzó  el pequeño pasillo de apenas tres metros, donde desembocaba la puerta del baño y se dirigió a la cama. Allí, frente a ella, había un modesto mueble, con una silla; sobre el, una maceta con una planta de orquídeas amarillas de plástico y en la pared verde, un gran espejo colgado.

            Se sacó la americana y la depositó en la silla pausadamente, para acto seguido, sentarse del lado de la cama pegado a la puerta. La cama estaba impecablemente echa, cubierta con una colcha blanca con estampados de flores rojas sobre sus tallos verdes. Se aflojó la corbata y se levantó, haciendo crujir el parqué bajo sus pies. Se dirigió al otro lado, para bajar la persiana, dejando unas pequeñas ranuras en ellas, por las que la claridad matinal podría penetrar.

            Volviendo a sentarse en la cama sacó de su bolsillo izquierdo un reloj de bolsillo y lo miró fijamente. Aquel reloj corría hacia atrás; desde hacía diez años. Lo colocó en la mesilla de noche y se quitó el calzado, ocultándolo bajo la cama. En aquel momento empezó a sonar su teléfono móvil, en su bolsillo derecho del pantalón. Introdujo la mano y lo sacó, llevándolo al oído a la vez que descolgaba la llamada.

-¿Si?

 

 

-¿Cariño, dónde estas?

-Perdón Lidia, pero hoy tengo mucho trabajo, llegaré tarde. Disculpa que no te avisará antes.

-No te preocupes cielo, solo que estaba preocupada, y Gabriela preguntaba por su papi.

-Lo siento Lidia, no me di cuenta. Dale un beso a la pequeña de mi parte y deséale dulces sueños.

-¡Papa!

-Hola cariño, ¿qué tal estas?

-Bien papi, ¿cuándo vienes?

-Cielo, papi hoy llegará tarde, así que a camita,  ¿si?-De sus ojos dos lagrimas fugitivas escaparon por sus mejillas.

-Si papi. Te quiero

-Y yo a ti pitufa…dulces sueños principessa… Pásame a mama...

-¿Si?

-Lidia, no te preocupes. Te quiero. Si acabo pronto te envió un Whatsapp, ¿vale?

-Ok amor, cuídate mucho y no trabajes demasiado. Te amo.

-…Y yo…te quiero…

            Colgó el teléfono y lo dejó caer en la cama. Lo que había comenzado como dos lagrimas fugitivas se había transformado en un torrente, que intentó secarse con la mano derecha. Sacó del bolsillo de su camisa una foto plastificada y vieja, de él más joven, fotografiado de lado, dándole un beso a una chica de cabellos rizos que sonreía mirando a la cámara. Recordaba aquel día, aquella foto en aquel fotomatón, hacía casi once años como si fuera ayer mismo. Y eso le dolía de una manera inexplicable.      

            Se había casado finalmente, aunque tanto él como su mujer sabían lo que sucedía. Él le había dejado muy claro que la quería, pero que el amor de su vida era otra que en pocas palabras; no existía. Pero Lidia, aun así, había arriesgado todo y apostado por estar juntos. Le había ayudado a salir del pozo en el que aquella misteriosa chica lo había hundido, y le había apoyado en todo desde entonces. Creyó en él, en sus sueños y en su potencial y talento, y le ayudó a tirar para adelante con todo. Con su propia empresa de eventos y marketing, con sus estudios y sobretodo con su vida. Juntos habían tenido a la pequeña Gabriela, una niña de seis años, maravillosa, risueña y la máxima alegría de su padre. Pero aun así, llevaba diez años acudiendo casa día uno de noviembre, a la misma habitación del mismo hotel. Durmiendo solo en aquel cuarto, en aquella habitación número 307. Repitiendo la misma monotonía año tras año, de reservar aquella habitación, de pagar el mismo “paquete romántico”, de dejar la persiana con pequeños huecos para que el sol matutino penetrar por ella, colocando aquel viejo reloj de bolsillo que corría hacia atrás, como pretendiendo viajar en el tiempo, en la misma coqueta, acostándose en el mismo lado de la cama… y yéndose a la misma hora.

            Aquello era lo poco que le devolvía la vida completamente. Recordar el amor de su vida. Aquella persona por la que lo había dado todo y que pocos de sus amigos conocían. Solo conservaba una única persona del pasado, el resto se habían ido de su circulo por diversos motivos, pero aquella persona, aquella amiga, sabía que, desde hacía diez años, repetía aquella monotonía. Sabía que desde entonces, desde que le había echo aquel daño tan grande, que nunca pudo superar, él acudía a aquella habitación de hotel, aquel día especial del año, recordando una fecha, un momento en su vida, que significó demasiado. Ella, su mejor amiga, la madrina de Gabiella, sabía todo acerca de aquella chica que le había echo tanto daño, olvidándose de él de la noche a la mañana y dejándolo hundido en una depresión que desde hacía diez años, lo atormentaba.

            Sabía que debía estar agradecido por la maravillosa mujer que tenia, por haber triunfado en los negocios y sobretodo por su hija, su principessa. Pero en el fondo, como hacía ya diez años había dicho, a pesar de todo, él la amaría de por vida. Y allí, sobre la cama de aquella habitación 307, de aquel hotel de dos estrellas, cerró los ojos ahogados en lágrimas y pensó en once años atrás, y en el amor de su vida…